En medio de la devastación, cuando la supervivencia se vuelve la principal preocupación y derechos fundamentales como la libertad religiosa, consagrados en el artículo 16 de nuestra Constitución, se convierten en un lujo inalcanzable, miles de ciudadanos se enfrentan al desamparo tras un desastre que los ha privado de los servicios esenciales.
Lo siguiente nos ayudará a comprender la magnitud de la crisis:
Para comprender la magnitud de la crisis, basta con imaginar la rutina diaria de cualquier persona. Las necesidades fisiológicas básicas que demandan nuestra atención desde que nos levantamos: la higiene personal, el uso del baño, la alimentación... Acciones tan cotidianas como ducharse, afeitarse, ir al baño o preparar el desayuno se convierten en desafíos monumentales cuando el acceso al agua, la electricidad y los alimentos se ven interrumpido.
Y mientras tanto, el pueblo sigue esperando una respuesta que no llega.
Esta rutina, multiplicada por decenas de miles de individuos, pone de manifiesto la urgencia de una respuesta eficaz por parte del Estado. Ante la magnitud de la catástrofe, surge la pregunta inevitable: ¿cómo han podido sobrevivir estas personas sin acceso a los recursos más básicos? La respuesta es desoladora: en la zona afectada no ha quedado nada. Las primeras 72 horas tras el desastre son cruciales para la supervivencia, sin embargo, los equipos de rescate tardaron días en llegar a las zonas más afectadas, abandonando a su suerte a miles de personas sin agua, sin comida, sin refugio.
En momentos de crisis, la capacidad de respuesta rápida y eficiente es crucial. Si bien la solidaridad ciudadana y las ONGs desempeñan un papel fundamental, la magnitud del desastre exige una intervención a gran escala que solo una institución con la experiencia, la estructura y los recursos necesarios puede proporcionar: el Ejército.
Y mientras tanto, el pueblo sigue esperando una respuesta que no llega.
Para entender la importancia del Ejército en esta situación, debemos considerar lo siguiente:
¿Cómo se gestiona el saneamiento de una multitud que ha perdido su hogar? ¿Cómo se garantiza la alimentación, la atención médica, la seguridad?
Aquí es donde la analogía del carpintero cobra sentido. Si a un carpintero le encargamos construir mil cunas, no se sentirá abrumado. Conoce su oficio, tiene las herramientas y la experiencia para hacerlo. Del mismo modo, el Ejército, con su capacidad de despliegue rápido, su estructura jerárquica y su experiencia en la gestión de grandes contingentes, está entrenado para afrontar los desafíos logísticos de una crisis humanitaria. Puede establecer campamentos, organizar la distribución de alimentos y agua, garantizar la seguridad y coordinar la atención médica.
El caos reinante tras el desastre evidenció la descoordinación entre las distintas administraciones. Mientras que en algunos puntos se acumulaban recursos sin distribuir, en otros faltaban los elementos más básicos. La falta de un plan de emergencia claro agravó la situación y multiplicó el sufrimiento de las víctimas.
El Ejército, con su capacidad logística y su experiencia en la gestión de situaciones de emergencia, está preparado para esto:
- Atender las necesidades fisiológicas básicas: garantizando el acceso a agua potable, alimentos, saneamiento e instalaciones de higiene.
- Brindar refugio y seguridad: habilitando albergues temporales y desplegando efectivos para mantener el orden y prevenir saqueos.
- Proporcionar atención médica: desplegando hospitales de campaña y personal sanitario para atender a los heridos y enfermos.
- Organizar la ayuda humanitaria: coordinando la distribución de alimentos, medicinas y otros suministros esenciales.
- Movilizar recursos humanos: organizando y capacitando a voluntarios para colaborar en las tareas de rescate, asistencia y reconstrucción.
La crisis golpeó con especial dureza a los más vulnerables. Personas mayores, abandonadas sin atención médica. Personas mayores, olvidadas en sus hogares. Personas mayores, privadas de sus medicamentos. Niños, hambrientos y desprotegidos. Niños, traumatizados por la pérdida de sus familias. Niños, convertidos en víctimas inocentes de la ineficacia. Personas con discapacidad, invisibles ante la mirada indolente del Estado. Personas con discapacidad, condenadas a la marginación en medio del caos. Personas con discapacidad, privadas de la asistencia que necesitan para sobrevivir.
Esta desatención tuvo consecuencias devastadoras: el agravamiento de enfermedades, el aumento de la mortalidad y un profundo impacto en la salud mental de los supervivientes.
Y mientras tanto, el pueblo sigue esperando una respuesta que no llega.
A todo esto, los responsables políticos se pierden en discursos vacíos y promesas incumplidas. "Si necesitan ayuda, que la pidan", repiten con cinismo, ignorando que la ayuda debería estar allí antes de que se la pidan.
Resulta incomprensible que, ante la gravedad de la situación, el gobierno no haya cedido el mando al Ejército, la institución con la capacidad y experiencia para gestionar una crisis de esta magnitud.
Su incapacidad para tomar esta decisión evidencia una profunda desconexión con el sufrimiento de la población. Mientras miles de personas luchaban por sobrevivir sin agua, comida ni refugio, algunos líderes políticos se dedicaban a minimizar la tragedia con frases frívolas como "la situación está bajo control" o "no hay que dramatizar", demostrando una alarmante falta de empatía y comprensión.
Y mientras tanto, el pueblo sigue esperando una respuesta que no llega.
¿A qué mente brillante se le ocurre que, en medio de una catástrofe, la solución es esperar a que las víctimas pidan auxilio? La respuesta es evidente: a la misma mente que es incapaz de comprender la magnitud del desastre y de articular una respuesta eficiente.
En lugar de minimizar la tragedia y eludir responsabilidades, el Estado debe actuar con diligencia y eficiencia, poniendo todos los recursos a su disposición para garantizar la seguridad y el bienestar de los ciudadanos afectados. La reconstrucción de las zonas devastadas y la recuperación de la normalidad dependerán en gran medida de la capacidad del gobierno para aprender de los errores cometidos y priorizar las necesidades de la población.
En definitiva, la crisis no solo ha desnudado la fragilidad de la sociedad, sino también la ineptitud de quienes deberían protegerla. Exigimos una investigación exhaustiva sobre la gestión de esta crisis. Es necesario depurar responsabilidades y asegurar que los responsables de la inacción rindan cuentas ante la justicia. Solo así podremos restaurar la confianza en nuestras instituciones y prevenir futuras tragedias.
Y mientras tanto, el pueblo sigue esperando una respuesta que no llega.
Ante la magnitud de la tragedia y la incapacidad demostrada, la dimisión en bloque de la clase política y la convocatoria de nuevas elecciones se presentan como la única vía para restaurar la confianza en las instituciones.
Es el momento de que el pueblo, con la mente fresca y la memoria intacta de lo sucedido, decida quiénes deben ser sus gobernantes. No olvidemos que la responsabilidad de esta crisis no recae solo en un individuo, sino en la totalidad de la clase política que ha demostrado su incapacidad para proteger a los ciudadanos.
A pesar de la indignación que nos genera la ineficacia del gobierno, no podemos perder la esperanza.
Nuestra fuerza está en nuestra capacidad de actuar y exigir juntos, porque la ¡esperanza vive en el pueblo!
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